Ayer intenté hacer helado casero. Sin éxito, en realidad. El análisis post-mortem sugiere que:

  1. El agua salada se mezcló con la leche.
  2. No hubo suficiente hielo, y la leche no alcanzó a congelarse (que entrara sal tampoco ayudó, en realidad.)

La sopa resultante ... no fue mal almuerzo. (Hah)

Es un nuevo día, ataquemos el problema. Ahora usaré dos bolsas para aislar mejor la leche. También necesitaré más hielo, así que necesito más bandejas para hielo. Así que salgo a comprar un par de bandejas. Al colsubsidio, porque a dónde más.

Consigo las bandejas, voy a la caja. La fila es enorme. Día soleado, y con viento, que hace que la fila no importe.

Detrás de mí está la versión camionero colombiano católico analfabeta de Danny Trejo. Hasta acaba de salir de misa, y todo (me enteraría después). Tiene una cesta repleta de chucherías. Está de más decir que repleta >> 10, la cantidad de artículos máxima para esta caja. Su cesta pesa, por lo que la deja en el piso, y la hace avanzar con el pie.

Cuando llego al último pasillo (al que está perpendicular a las cajas), dejo que la fila avance un poco delante de mí. Tratando de respetar la zona antibloqueo/evitando que me empujen con los carros de mercado.

Por supuesto que Danny quiere avanzar, así que sigue pateando su mercado, e intenta sobrepasarme.

— Señor, no hace falta afanarse. Dejemos ese espacio.
— ¡¿Por qué no avanza?! ¡¿No ve la fila?!
— La idea es que dejemos ese espacio, para que otros puedan pasar. Su cesta estorba.
— (sube el tono de voz) ¡¿Por qué no ayuda?! ¡¿Sí ve?! ¡Por eso estamos como estamos!

(sí, dijo eso, literalmente)

A pesar de eso, pareció entender el mensaje. Cuando pasó alguien más, con su carro de compras, quitó su cesta del camino. Y se pegó a mi espalda. Porque ya había ocupado ese espacio, claro. Lo entendió, pero era demasiado pedir que actuara en consecuencia.

Sospecho que se sintió mal, porque trató de hacer charla, mientras esperábamos. O, trató de deshacerse de mí, mencionando varias veces que podía facturar una compra pequeña, como la mía, en la panadería (en el otro extremo del supermercado). Quién sabe. Hice lo posible por ignorarlo sin ofenderlo.

Llego a la caja. De la nada se materializa una señora delante de mí, que me pide la deje pagar sus cosas, apenas dos.

(Es un día soleado, y el viento sopla, y se escucha en las copas de los árboles. Como en las vacaciones de diciembre, con mi abuelita.)

Es una señora de unos sesenta años. Manos arrugadas, con manchas. Con gafas. Habla con pausas. «Pase.»

(Nota al margen: cada vez me convenzo más y más de que tengo una cara de buena papa inocultable. En lugares públicos, con gente/amigos alrededor, siempre me piden a mí ese tipo de favores. Cara de pichón, diría Bart Simpson.)

Le entrega sus artículos a la cajera, le entrega el dinero. La cajera factura.

— Ay. Señorita... y para, ... para, ... para los puntos ...
— No, señora, ya facturé.

La señora hizo mala cara, recibió el cambio, y se fue.

(No, no me enorgullece que me asocien con uds., compatriotas, y con su puta invalidez cultural.)