Todos los pasabocas que cuelgan de las vigas de las tejas de esos paraderos de carretera en la vía Melgar-Bogotá me traen la imagen de pan viejo. Pan viejo hecho bolitas, pan viejo con escarchado y forma de dona. De ese grupo de pasabocas, de niño a las achiras no las consideraba comestibles porque ni siquiera tienen el escarchado de las donitas, y sí seguían siendo pan viejo reprocesado empacado en una bolsa de difícil uso y fallida transparencia.

Las achiras siempre habían sido para mí el pasabocas horrible emblemático del paseo a Melgar. Tieso e insípido. Incomible sin una bebida a mano, y aún en ese caso, no muy incitante.

De hecho, apostaría a que en parte debido a ellas soy tan parco con la idea de llevar regalos de vuelta a mis allegados luego de un viaje --no me cabía en la cabeza que alguien le dé a alguien más un paquete de achiras como muestra de "aprecio"; si quieren parar a comprar eso, sigamos derecho. O mejor compremos todorricos--.

Vivía engañado.

Las achiras son deliciosas. La corteza es casi húmeda, oleosa, cremosa, y el interior es seco, pero apenas un poco; todo el bocado tiene la humedad suficiente para consumirlo solo. Y el sabor necesario para crear la necesidad imperiosa de consumir otra y dar rienda suelta al proceso inductivo que terminará acabando con el paquete. Y que incluso incita a acabar ahora mismo con el paquete que se está guardando para la novia.

Es curioso que no pueda evocar el sabor tan fácilmente. Pero trato de pensar en ellas y las asocio con queso. Y con trocipollos. El sabor ciertamente no es parecido, pero son igual de adictivos.

Sin embargo, las achiras no son los huevitos de masa petrificada que tratan de hacer pasar como las mismas en los paraderos de la vía Melgar-Bogotá. Las achiras son los pedacitos de gloria que se consiguen en el Huila, y en especial en Altamira, cerca al límite entre Huila y Caquetá.

¡nom, nom, nom!